diumenge, 2 de juny del 2019

Pobres de espíritu

Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos. (Mateo 5, 3)

Los pobres de espíritu son los que se reconocen pobres "no sólo por su alejamiento de cualquier tipo de idolatría de la riqueza y del poder, sino también por la profunda humildad de su corazón, rechazando la tentación del orgullo, abierto a la irrupción de la gracia divina salvadora". (Benedicto XVI, Audiencia General del 15 de febrero de 2016).
Se consideran indignos de Dios y, por eso mismo, Dios los mira con misericordia.





     Antonio, hace tiempo me parecía ver todo muy claro, pero ahora... no sé si tengo o no tengo fe.
     Y me lo dices tú, que me enseñaste el Padre nuestro. 
     Es que no soy sólo yo. A veces viene a verme el que fue "mosén" y lo dejó... ¡y dice unas tonterías...!".
     Tu reza por él. Dejan de creer los que dejan de rezar. Lo que sufriste cuando murieron dos de tus hijos en menos de un mes sólo lo pudiste sobrellevar porque confías en Dios, porque rezas.
     Me robaban para comprar droga, y tuve que echarlos de casa. Saltaban la valla y se refugiaban en el patio. Me dió pena y dejé una manta colgada, para que se pudiesen abrigar.
     ¿Y dices que no crees en Dios? Tú has sido para esos hijos la mano de Dios, que a través de ti les hacía llegar cosas buenas. Si quieres ver el rostro de Dios misericordioso, ¡mírate al espejo! 



Nos conocemos desde hace medio siglo. En medio siglo se pueden tomar muchas cañas juntos, y hablar de muchas cosas, de lo humano y de lo divino. Y un día que estábamos en el plano sobrenatural, me confió:
     Antonio, yo no sé si tengo fe o no. 
Como lo conozco bien, le respondí a bote pronto que si no creyese en Dios ni se plantearía esa pregunta:
     Lo que te pasa es que tienes poca fe. Todo el mundo te aprecia porque eres humilde, y por eso te ama Dios. A sus ojos, eres un pobre de espíritu.
La semana pasada vino a Barcelona para votar, pero también para pasar el día con los amigos. Lo necesita más que el comer. Bueno... eso también le gusta, y beber... todavía más. ¿Y a quién no?
En el desayuno tomamos vino, y cava - no sé qué celebrábamos, pero da igual - y de postre se tomó un chupito. A media mañana nos tomamos una caña. Y a medio día, más de lo mismo.
Al salir del restaurante, se paró y me dijo:
     ¿Tú crees que iré al cielo? No sé...
     A Jesús le tachaban de comilón y bebedor. Comparaba el cielo a un banquete, a una fiesta con sus amigos, y eso es lo que hemos hecho hoy. En el cielo estaremos los que sabemos gozar en compañía. Al infierno irán los que están aislados por su propio egoísmo, encerrados en sí mismos.
Lo que no tuve tiempo de comentarle es que a ese banquete sólo admitirán a los que correspondan a la invitación con alegría y con esfuerzo. Los indolentes que descuiden su preparación serán expulsados:
     "Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin llevar traje de boda?" Pero él se calló. Entonces el rey les dijo a los servidores: 
     "Atadlo de pies y manos y echadlo a las tinieblas de afuera; allí habrá llanto y rechinar de dientes" (Mateo 22, 12-14).



Jesús se admiraba ante la fe de quienes le pedían confiadamente algún favor, y se indignaba cuando desconfiaban de su poder: 
     ¡Oh generación incrédula! (...) ¡Si puedes...! ¡Todo es posible para el que cree!  (Marcos 9,  19-24), le contestó a uno que le pedía que curase a su hijo. ¡Ojalá reaccionásemos como él!:
     ¡Creo, Señor; ayuda mi incredulidad! 
Los apóstoles también se sentían inseguros: "le dijeron al Señor:
      Auméntanos la fe" (Lucas 17, 5). 
En el catecismo que estudié en la escuela se decía que Dios da la fe a quien la pide con humildad. Pues ya sabes: si te falta fe, pídela.
     "Pedid y se os dará; buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá" (Mateo 7, 7).
Algunos piensan que no se puede creer hasta que una evidencia física nos "tumba", como a san Pablo en el camino de Damasco. Pienso que, como dijo el Señor:
     "tampoco se convencerán aunque uno resucite de entre los muertos" (Lucas 16, 31).
La fe es confianza en Dios, a quien no vemos. Para llegar a creer, hay que empezar por "querer creer". ¡Dios no da la fe a quien no quiere creer!